jueves, 12 de septiembre de 2013

HACIA ATRÁS


     

                               
                               "Cuanto más pensemos, más nos faltará por pensar." 

                                                      Jesús Ibáñez           
                         

  El verano de 1940 resultó especialmente caluroso, todo el mundo lo comentaba en La Parrilla y en varias comarcas de los alrededores de Cuenca. Resultó un año tremendamente doloroso, por un lado; hacía poco que acabó la Guerra Civil en España, con la victoria de los golpistas de Franco, y por otro; hacía escasos meses, que había estallado la II Guerra Mundial. De todas formas, en un pueblo como La Parrilla, todos estos hechos tan trascendentales para la historia, apenas si se hicieron notar, con la debida intensidad, en el día a día de sus habitantes.

La guerra en España acabó oficialmente el 1 de Abril de 1939, pero ya hacía algunos meses, que comenzaron a reaparecer los ricos del pueblo, los caciques, que se mantuvieron escondidos, durante gran parte de la contienda, algunos, en las cámaras, desvanes, incluso en habitaciones ocultas por tabiques superpuestos, en sus propias casas. Salieron de sus escondrijos como las ratas, para retomar sus posesiones como leones.

Dos niños retozan junto a su abuelo, que postrado por la edad sobre el sofá, les sonríe, ellos, le ven en parte, como una especie de niño grande, que les cuenta unas historias extrañas, sobre tiempos remotos, que debieron de ser un aburrimiento, pero que a veces les gusta escucharlas, porque o son muy tristes que dan pena o son muy alegres y les entran ganas de reírse. "¿Abuelo, tú estuviste en la guerra?". Le pregunta el niño, sin saber exactamente lo que conlleva la pregunta. El abuelo se queda mirando al mayor de sus dos nietos, - con diez años - la mirada un tanto perdida, y le contesta rememorando: "Ah, la guerra, sí. ¡ Qué tiempos aquellos !. Yo no estuve, pero dos de mis hermanos sí, uno de ellos, perdió la vida en ella".

Ángel, todavía no tenía los catorce años cuando empezó a trabajar para la casa de Antonia "la sastra", eran vecinos de toda la vida, vivían justo enfrente en la calle Altillo del Castillo, pero a las dos familias, a pesar de la amistad, las separaba algo más que el ancho de una calle. El niño, comenzaba a sentir el desencanto de lo que significaba el trabajar como asalariado. Hasta entonces, venía ayudando a su padre en algunas faenas de labranza y tareas de la casa, trabajo no remunerado, pero ahora le pagarían la cantidad de dos pesetas por día de trabajo. Por lo que comenzó a sentir en sus propias carnes la esencia del capitalismo: la explotación, el abuso y la avaricia.

El trabajo era duro y la jornada larga, Dionisio, su jefe, tenía mucha confianza con su familia, precisamente por eso, probablemente, el abuso era mayor. Ángel, solía volver del campo tras acabar su jornada laboral, poco antes de las doce de la noche, picaba algo de lo que le tenía preparado su madre de cena y se acostaba. Antes de las tres y media de la madrugada, ya estaba el buen hombre aporreando los portones de la casa del muchacho y llamándolo a voces, para que se levantara y acudiese de nuevo al trabajo. Sacar agua del pozo a cubos, para que bebieran casi cincuenta mulas, - "los sastres" eran tratantes de mulas, las compraban pequeñas, las criaban, las domesticaban y luego las vendían por toda la comarca - limpiar la cuadra, tener preparados dos carros con un par de mulas cada uno, para acercar a los labradores, que eran principalmente mujeres en aquella época, y acarrear durante todo el día la cosecha, desde los campos de labranza hasta la era, donde se extendía la mies para comenzar a trillar, esa era su rutina diaria, a no ser, que le mandasen hacer otra cosa entremedias. Total que casi todos los días cuando quería llegar a casa eran poco menos de las doce de la noche, y sabía que al día siguiente se tenía que levantar a las cuatro de la madrugada, para volver a empezar. Aun así, don Dionisio, tenía por costumbre el acudir todas y cada una de las madrugadas de aquel caluroso estío, a llamarle a voces, golpeando los portones de su casa para despertarle. Hasta que una mañana, casi acabando la canícula, le hizo ver que esa forma era errónea, porque él sabía que tenía que acudir al trabajo, y que eso lo podía hacer, si acaso, cuando hubiese comprobado falta de responsabilidad, que de momento no era el caso, por su parte. Pero cuando acabó la guerra, esa gente, estaban muy creciditos, no se las atenían con nadie, por lo que se vió obligado a mandarle directamente a hacer puñetas.

"¿Abuelo, en el pueblo, había policía?". "No, lo que había era Guardia Civil" - contesta rememorando, con la  mirada un tanto perdida -.
"¿ Pegaban por entonces a la gente ?". Le pregunta de nuevo el nieto, esperando respuestas que casi se sabe de memoria. "En aquella época, después de la guerra, los trabajadores teníamos que andar más derechos que velas. ¡Cualquiera se desmandaba!. Si te cruzabas con la pareja - de guardias civiles - por los caminos de las afueras del pueblo y les saludabas, malo, si pasabas sin decirles nada, malo también, eso que te conocían, al menos los del pueblo. Pero claro; si tenías fama de ser un poco más rebelde, y yo, y algunos más la teníamos, pues ya te tenían entre ojos. Anda que no me habrán quitado a mí, sin motivo, cargas de leña en el invierno, y hacer que se las llevaras a ellos al cuartelillo para calentarse gratis".

El abuelo prosigue con su retahíla, mientras que el menor de los nietos enciende una vídeoconsola portátil.
"No hemos pasado nada en aquellos tiempos con esa gentuza, pues no estaban creciditos ni nada después de haber ganado la guerra. Luego; por si fuera poco, estuve trabajando para "los remolines", eran los más ricos del pueblo, menudos franquistas fachones, uno de los hermanos murió en la división azul. Todo se les hacía poco para sacarte bien la pringue, una noche sí y la otra no, tenías que ir a dormir a la cuadra, para dar de comer al ganado.

"Abuelo, ¿ pero tú pasaste hambre en el pueblo?" - le pregunta el más pequeño, mientras descansa para que juegue una partida su hermano -. "No hijo - le contesta el abuelo - la verdad, es que hambre no he pasado, a pesar del racionamiento que había después de la guerra. Entonces existía el estraperlo, que por una parte nos permitía vender lo poco que `nos sobraba´, algunas veces era revender mercancia: panes, aceite, leche, huevos, y te jugabas el acabar en el cuartelillo, incluso en la cárcel, si no te entendías con los guardias. Con estos trapicheos, se conseguía algo de dinero, para a su vez, poder comprar otros alimentos que te hicieran falta, aunque, sí había quien se dedicaba siempre al estraperlo y lo consideraba como su negocio, además le daba para vivir, algunos bastante bien, por cierto".

"¿Por qué  te viniste del pueblo, es que no había trabajo?" - preguntaba el niño mientras le pasaba la vídeoconsola a su hermano - .
"En La Parrilla, en aquellos años, había trabajo a ´punta pala`, no faltaba: lo que no había era futuro. Me casé allí y tuve mi primer hijo, pero me di cuenta que la vida en mi pueblo era eso, estar hecho un esclavo, sin tener vida, nada más que trabajando, para que vivieran ellos, los ricos. Llevar una vida servil, sumisa, sin poder rechistar por nada, si es que no querías tener problemas, todo, para ofrecerle un porvenir lleno de resignación a mis hijos. No me gustaba y quería creer que la vida era otra cosa. Porque una cosa es trabajar, que hay que trabajar, y duro, si hace falta, y otra cosa es que te tengan como un esclavo. Pero por lo que veo en estos tiempos, los de siempre, han decidido que volvamos hacia atrás, esperemos que no haya que esperar otros cuarenta años de atraso, para tratar de avanzar. Porque eso ya lo viví a partir del verano de 1940.

Mientras los niños siguen disfrutando de su vídeojuego, el abuelo, rememora hechos de la vida de Ángel, sus historias de un tiempo pasado, que no volverá, y bueno será luchar porque no vuelvan.

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